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¿Realmente sabes cómo llegó Hitler al poder?

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Hitler llegó al poder en 1933. Preguntad por ahí; os dirán que llegó de manera democrática.

Nada más lejos de la realidad. Lo que ocurrió aquellos años fue legal, sin duda, pero si alguien cree que el sistema democrático le sirvió el poder en bandeja a Hitler por el hecho de ganar unas elecciones, que piense en lo que vamos a contar ahora.

En primer lugar, Hitler sería canciller en los 30, pero lo cierto es que se pasó la década anterior intentando alcanzar el poder fuera como fuera. Primero, mediante un golpe de Estado en 1923. Aquel año estaba complicado para la República alemana (creada después de la Primera Guerra Mundial, es decir, jovencita), entre otras cosas porque los franceses habían decidido invadir el suelo patrio y acelerar “los pagos de reparaciones”. A manos llenas.

El caso es que lo del golpe salió fatal, pero Hitler se llevó una condena leve con estancia pagada en un castillo, y aprovechó para escribir Mein Kampf. En cuanto salió, siguió demostrando que lo suyo no era perder el tiempo. Unificó a su partido -un poco peleado tras la gracieta revolucionaria- y aconsejó a su posible rival dentro de los conservadores, un general de la época de la guerra, que se presentara a Presidente. Sabía que sería derrotado. Un rival menos. A cambio, se presentó él a las siguientes pero -ironía del destino- no las ganó tampoco. La Presidencia le cerraba sus puertas pero aún le quedaba la Cancillería: llegar a ser Primer Ministro.

Se suele decir que a los nazis les iba fatal en 1928, cuando aún no había crisis en Alemania, pero lo cierto es que su partido estaba absorbiendo por aquel entonces partidos conservadores y haciéndose fuerte. Aparte, sus pocos votos hicieron que la República bajara la guardia y retirara las prohibiciones que se le habían impuesto tras su chapuza revolucionaria. Con el subidón del paro a 6 millones de personas en 1932 (sí, los años treinta habían acusado la crisis económica, como se puede ver), los partidos tradicionales perdieron apoyos en favor de los nazis. Poco a poco, año tras año.

Pero a pesar de todo esto, no fue el sistema democrático el que le dio el poder a Hitler.

¿Por qué? Básicamente porque alguien se lo había cargado antes que él. De manera legal, sí, pero puliéndose la democracia parlamentaria hasta sus cimientos. El bigotudo general Von Hindenburg (una vieja gloria que dirigió una suerte de dictadura alemana durante la Primera Guerraa Mundial) había sido elegido nada menos que Presidente de la República hacía ya algunos años; un alma devota del Käiser en el corazón de la República fundada por socialistas. Este Von Hindenburg decidió que el momento de cambiar las cosas había llegado cuando, en marzo de 1930, el “sociata” Müller perdió los apoyos de su coalición (algo siempre necesario en aquel Parlamento) y se precipitó en el fango de la derrota.

¿La causa? Recortar subsidios de paro en medio de una crisis. ¿La consecuencia? Que, súbitamente, Hindenburg comenzó a nombrar gobiernos de derecha católica a dedo y a aprobar leyes sin el voto favorable del Parlamento. Los diputados del Reichstag ya podían decir misa: el Artículo 48 de la Constitución permitía al Presidente hacer uso de este poder especial en medio de una crisis. Algo así como lo que ocurrió en la otra República, la Romana, cuando nombraban un dictador para sacarles las castañas del fuego; sólo que en este caso nadie se lo había pedido a Hindenburg, a excepción de su intrigante asesor, el general Schleicher (un tipo que, ya se lo advertimos al lector, va a aparecer unas cuantas veces más).

Además, se suponía que este poder era temporal, no para sustituir al Reichstag. El año 1930 vio como el Reichstag se reunía 94 veces, y el Presidente recurrió a 4 decretos de ley. En 1931, 41 plenos y 44 decretos de ley. Por si esto fuera poco, en 1932, 13 plenos y 60 decretos de ley. La democracia parlamentaria estaba muerta, más incluso si pensamos que Hindenburg elegía los gobiernos por encima de los resultados electorales que hubiera, y de los que hubo a partir de entonces.

Tanto poder concentrado en la figura del bigotudo ex-dictador volvía a este gobierno muy susceptible a los murmullos de asesores interesados como Schleicher. Este perdió la confianza en el nuevo canciller, Von Brüning, muy pronto: Von Brüning jugueteaba con una reforma agraria que le quitaría tierras a la aristocracia, y había prohibido cualquier desfile con uniformes, algo a lo que los nazis encontraron fácil respuesta, marchando con camisa blanca y corbata.

El caso es que, ya para 1932, Von Brüning no disfrutaba del favor de la “Corte”. Fue depuesto sin muchas ceremonias y en su lugar se colocó -también a dedo- a un noble ultraconservador, otro católico: Von Papen. Un tipo del que también vamos a tratar mucho si seguimos hablando del ascenso de Hitler.

Von Papen tuvo algún problema con su partido, el Partido Católico, porque acceder al poder sin dejarle el sitio al líder le costó la expulsión. Para compensar, ahora tenía la Cancillería, y tanto él como Schleicher tenían la clara intención de empujar la situación política hacia el gobierno autoritario de otros tiempos, sin reivindicaciones ni excesos. Von Papen podía ser católico (un sector que realmente había sido más beneficiado por la República alemana que por el gobierno protestante del Käiser) pero su enemistad con la izquierda, sindical, socialista, la que fuera, le convertía en firme partidario de la opción autoritaria.

Hitler lo supo ver, con su aguda visión política, y les ofreció apoyo a cambio de dos condiciones: legalizar a su milicia de Camisas Pardas, y convocar elecciones. Sabía que le convenía: las elecciones le beneficiaron, como hicieron con los comunistas. El Partido Nazi ganó nada más y nada menos que un 37,3% del voto. Sin embargo, no eran los partidos ni el Parlamento quien elegía al gobierno, así que por ahora el truco de Hindenburg y compañía evitó que los nazis formaran gobierno en 1932.

¿Verdaderamente? La verdad es que no del todo… El propio canciller Von Papen le ofreció un ministerio. Hitler se negó: es una norma básica que quien participa del gobierno sin controlarlo desde la cancillería suele “quemarse” en el poder. Él lo sabía bien. ¿Cómo? Fácil, aquella no era la primera vez que los católicos alemanes ofrecían coaliciones a los nazis: el ejemplo eran las coaliciones conservadoras (¡que el anterior canciller había alentado!) formadas aquellos años en las regiones alemanas.

Así que Von Papen se dio al gobierno en solitario y con los suyos. Recortó libertades civiles y, de paso, dio un golpe legal para anular al gobierno socialdemócrata de Prusia. Su reinado no pasó de 1932. El general Schleicher, aquel general intrigante del que hablábamos antes, convenció al viejo Hindenburg de que él atraería con mucho más éxito que Von Papen a los peligrosos nazis. Quizá ninguno de los dos se dio cuenta de algo importante: el aristocrático canciller había convocado otras elecciones (noviembre de 1932) para mostrar -cosa que se logró- que el voto nazi… ¡Había tocado techo! De un 37,3% había bajado a un 33,1%. Más de un historiador ha dicho que, si los nazis no hubieran llegado al poder un año después, su fuerza electoral se habría desinflado de nuevo.

Pero a Schleicher aquello le importaba poco. Hizo que Hindenburg le nombrara canciller -otro que lo fue a dedo, esta vez un protestante (los católicos solían copar los puestos conservadores)- y, como había prometido, ofreció negociar a los nazis. Hitler, como buen político, sabía que tenía que mantenerse en el “todo o nada”. Sólo un tal Strasser, un nazi radicalón, accedió a participar. Hitler, mosqueado, le destituyó. Quizás algo más que mosqueado; dos años después, le haría pagar la broma con la vida.

Mientras tanto, Schleicher había fracasado en atraer a los nazis, y Von Papen no le perdonaba haberle empujado del sillón, así que el noble conservador volvió a marear al Presidente para poner en marcha una solución aún más directa: un gobierno nazi. Con precauciones, eso sí, para que no se desataran. Naturalmente, la primera sería ponerle a él mismo de “número dos”. Se encargaría de tenerles a raya. Por lo demás, sólo habría que poner a Hitler de canciller y darle a los nazis el ministerio de Interior y el de Prusia (sí, a esas alturas se gobernaba a través del ministerio).

Dos ministros y un canciller. ¿Qué podía salir mal?

Pues algo salió mal. Y bastante mal, pero eso ya no nos importa hoy. El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler alcanzó el poder. A lo largo de su vida, había sido rechazado en la lucha armada y en las elecciones a la Presidencia, pero a la tercera fue la vencida. El poder no se lo dieron las urnas -que le beneficiaron desde 1932- sino los manejos palaciegos de Schleicher y Von Papen, siempre bajo la firma del legendario general: Paul Von Hindenburg.

El resto, como se suele decir, es Historia.

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Dato curioso: Aunque Schleicher fue conciliador con los nazis, Hitler se lo agradeció haciendo que él y su mujer fueran tiroteados en 1934: había decidido deshacerse de los leales a Von Papen en una masacre multitudinaria que se recordaría como “la Noche de los Cuchillos Largos”.

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